Cremaster 4 / Matthew Barney

Matthew Barney y más allá

Análisis de Supervert acerca de la obra de Matthew Barney, en términos de poder, ascesis, impedancia, fuerza y vileza. Originalmente publicado en “Parkett Magazine” (Diciembre, 1995).

Henri Bergson dijo una vez de la filosofía que debería ser un esfuerzo por ir más allá del estado humano[1]. En el arte, hay un ethos esencialmente romántico, cuyas raíces vienen desde principios del siglo XIX, y el cual sostiene que no se trata del esfuerzo por ir más allá sino más bien de una lucha por regresar –de la locura, de la pobreza, de las drogas, de la perversión. En la obra de Matthew Barney, sin embargo, cualquier intento por suplantar el estado humano toma una forma completamente distinta: no es a través de la bohemia que el artista se esfuerza por algún tipo de más allá, sino a través del atletismo. La locura se convierte en fanatismo, la pobreza toma la forma de un régimen previo al juego, los opiáceos ceden paso a las endorfinas, y la perversión figura en una lógica mayor de desarrollo anormal que incluyen la “mejora” del rendimiento y la hipertrofia corporal. Si, como el infierno de Dante, el más allá está dividido en distintos niveles, probablemente exista un ámbito para lo jodido, pero también puede haber para lo abultado –y Matthew Barney tiene la intención de habitarlo primero.

Decir que Barney practica una suerte de estética del atletismo o un esteticismo atlético o lo que sea, no sólo es para subrayar la iconografía deportiva que impregna su obra, desde la primera obsesión por Jim Otto (el jugador de fútbol americano de toda la vida, que ocupaba la posición de centro para los Oakland Raiders, legendario por su habilidad por jugar a pesar de cargar con graves lesiones) hasta los corredores de “sidecar” de la Tour Trophy, que aparecen en CREMASTER 4. Más bien, se trata de reconocer las múltiples maneras como Barney literalmente usa medios atléticos para fines estéticos. En la serie DRAWING RESTRAINT (1989-1993), Barney diseñó un número de situaciones que hicieron para el dibujo lo que colocarse pesas en los tobillos hace para el corredor: incrementar su gasto de energía. Estas “facilidades para derrotar la facilidad del dibujo”, como Barney las llamó, necesitaban que el artista saltara en un trampolín, escalar rampas mientras forcejeaba con unas ataduras, y empujar trineos de bloqueo (usados para desarrollar habilidades en la línea de defensa, para el entrenamiento del fútbol americano), simplemente para poder dibujar. “Estaba interesado en la hipertrofia”, Barney ha dicho, “cómo una forma puede crecer productivamente bajo una resistencia autoimpuesta, de modo que portaba un aparato de restricción para hacer dibujos. Estaba vinculado a mi interés sobre cómo puede crecer un músculo bajo la resistencia de un peso.”[2]. La idea de hacer más difícil la producción de una obra bien puede parecer una locura, ya que muchas veces los artistas tienen vidas tan difíciles que nos maravillamos por su habilidad para incluso producir algo, pero los DRAWING RESTRAINTS proponen que la fuerza de una obra descansa en proporción inversa a las dificultades que se superan para crearlas. Por medio de esta lógica, Van Gogh pudo haberse atrofiado en la gravedad cero del éxito; su obra pudo haber sido capaz de incrementar su poder sólo hasta el punto preciso de que superaba su atletismo, su pobreza y su locura.[3] El ascetismo readquiere aquí un valor que una vez tuvo para los antiguos griegos, para quienes la palabra askesis significaba no suprimir la vida sensual a la manera de los monjes, sino entrenarse y condicionarse a la manera de los competidores olímpicos. Nietzsche: “También quisiera que el ascetismo fuera natural nuevamente: en lugar del propósito de la negación, el propósito de fortalecerse.”.[4] Y así como el hombre fuerte –el Übermensch—habitaba el más allá de la filosofía de Nietzsche, también Barney puede tener un tipo ideal en la mente para su círculo del infierno: el Überkünstler.

¿Es correcto comparar la miseria de Van Gogh a una serie de experimentos controlados, planeados por un artista en cuya biografía encontramos palabras clave –Yale, modelo, estrella del arte—nos hablan no de sufrimiento sino de privilegio? ¿Cultiva Barney un culto a la personalidad? Ciertamente, algunos de los intereses propios de Barney (Houdini, Jim Otto) parecen ser de culto, y la heterogeneidad misma del sistema iconográfico en el cual son insertados –elementos que incluyen sátiros, extraños artilugios médicos, materiales sintéticos high tech, orificios que deambulan, tapioca, parafernalia atlética—hace tentadora la idea de leer la totalidad a través del artista mismo, como si fuera el cerebro detrás de una suerte de trama complicada. Sin embargo, el análisis biográfico de este tipo nos dice más sobre el exegeta que sobre la exégesis, ya que inevitablemente aprendes menos sobre la gente lamiendo sus botas que si los ves a los ojos, y si ves a Barney directamente a la cara, no puedes dejar de reconocer una severa expresión de anti-idolatría. Compara su obra con una arte del cual, en ciertas maneras, no deja de parecerse al arte Nazi auspiciado por el estado en la década de los treinta. Ambas comparten una predilección por la mitografía, la habilidad técnica, la cultificación, la “cultura física”. En las pinturas de artistas nazis como Adolf Ziegler, todo esto servía para heroizar la ideología fascista, mientras que en la obra de Barney, todo es claramente idiosincrásico, incluso un poco pervertido –no para héroes sino para ceros, el 00 de la camisa de Jim Otto. La personalidad no se enculta aquí, sino (perdón por mi francés) es enculé: es muy poco probable que Otto se sienta halagado y mucho menos heroizado por las alabanzas de Barney, donde no es un glorioso miembro del Salón de la Fama, presentado en colores gloriosos y verdaderos, sino el portador de un “doble recto”.

Esta anti-idolatría en la obra de Barney es la expresión de una fuerza complementaria a la que crece, se incrementa y se acumula en el poder. Es aquella que licúa, derrite, desintegra –aquella que corroe a los ídolos. Los videos y las esculturas de Barney son atravesadas por una ola tremenda de disolución incorporada por lo asqueroso, lo viscoso, lo pegajoso. Pesas hechas de vaselina congelada amenazan no sólo con derretirse sino con disolver a cualquiera que se ponga en contacto con ella. Sastre: “Estas largos, suaves hilos de sustancia que caen desde mí hasta el cuerpo viscoso (cuando, por ejemplo, sumerjo mi mano en él y luego la saco nuevamente) simbolizan mi revolvimiento en la baba…tocar lo baboso es arriesgarse a ser disuelto en la viscosidad.”[5] Esta disolución es la contraparte natural de la askesis de Barney. Si los músculos se fortalecen con la resistencia, entonces la resistencia se derrite frente a la fuerza incrementada. En las primeras DRAWING RESTRAINTs, pudo haber un sueño no realizado de esto, de entrenar hasta el grado de superar la resistencia por completo. ¿No es acaso el deseo de que todos los músculos se conviertan en poder puro e impedido? En CREMASTER 4, el Candidato de Loughton baila un hoyo a travesando el piso de un muelle, cae en el mar, nada a crol a través de un horripilante y viscoso bajo mundo, vuelve a la superficie en una playa, como si hubiese superado una fuerza plena ante la cual todo tipo de materia da su lugar.

Barney ha dicho que “la palabra ‘cuerpo’ es quizá muy limitada,”[6] y bien puede ser porque la totalidad de su obra apunta a un más allá compuesto de un enloquecido intercambio de fuerzas –el almacenamiento y gasto de energía, movimiento y descanso (el intervalo y retraso de un penal en el juego), la fricción y la disminución (tapioca y teflón), la expansión y la contracción (los testículos), la apertura y el cierre (orificios), los arranques y los repentinos reversos y arrestos de suspenso (los frenéticos esprints sin sentido de los corredores de sidecars alrededor de la Isla del Hombre en CREMASTER 4). Como el Teatro de la Crueldad de Artaud, la obra de Barney tiende a “escenificar eventos, no a los hombres. Los Hombres llegarán en su lugar con su psicología y sus pasiones, pero serán tomados como la emanación de ciertas fuerzas.”[7] En DRAWING RESTRAINT 7, 1993, dos sátiros luchan por el honor de hacer una marca en la condensación que se recolecta en el techo corredizo de una limosina blanca que circula a través de los puentes y túneles de una metrópolis aparentemente incesante. ¿Son estos sátiros la emanación de ciertas fuerzas? Barney ha dicho que su interés por las criaturas deriva parcialmente del hecho “de que ‘Pan’ es la raiz de ‘pánico’. Porque Pan te lleva a Baco –te ofrece el momento de intranquilidad antes de dejarte ir.”[8] El estallido, la liberación, el rápido quiebre de la inhibición –términos usados para describir una fuerza rompiendo el duro cascarón de un exoesqueleto socializado (el “ser-superándose” del superhombre quebrando el Super Ego). Satiriasis, o lujuria incontrolable –la condición de un cuerpo que se entrega totalmente a un impulso. En esta última pieza de la serie, la restricción ya no toma la forma de un aparato traído a ponerse contra el mismo artista; es ahora una lucha de fuerza contra fuerza, actuando y reaccionando en un estado de movimiento perpetuo –sátiro contra sátiro en el viaje de limosina que nunca termina. Es menos una narrativa épica o alegoría mitológica que la expresión de una ley de termodinámica: no existen héroes en la obra de Matthew Barney, no hay personalidades, sólo vehículos y sus fuerzas impulsivas.


[1] BERGSON, HENRI. The Creative Mind. De la trad. De Mabelle L. Andison (New York: Philosophical Library, 1946), p. 228.
[2] Entrevista con Barney, por Thyrza Nichols Goodeve, Artforum, mayo 1995, p. 68
[3] Por cierto, Van Gogh muchas veces habló de la necesidad de estar más fuerte y más duro. Un doctor le dice que parece un trabajador y él dice, “Eso es justamente lo que he tratado de cambiar en mí mismo, cuando era más joven, me veía como alguien intelectualmente alterado, y ahora me veo como barquero o herrero.” Ver Mark Roskill, ed. The Letters of Vincent Van Gogh (New York: Atheneum, 1963), p. 252 y passim.
[4] NIETZSCHE, FRIEDRICH. The Will to Power. trad. de Walter Kaufmann (New York: Vintage, 1968), p. 483
[5] SARTRE, JEAN PAUL. Being and Nothingness, trad. de Hazel E. Barnes (New York Philosophical Library 1956), p. 609.
[6] Entrevista con Barney, por Jérôme Sans, Art Press, Julio-Agosto 1995, p. 204.
[7] ARTAUD, ANTONIN. “The Theater of Cruelty (Second Manifesto)” en Theater and its Double, trad. de Mary Caroline Richards (New York: Grove Press, 1958), p. 126.
[8] Entrevista con Barney, por Thyrza Nichols Goodeve, Artforum, mayo 1995, p. 69.

Julio Cortázar

Del sentimiento de no estar del todo.
Julio Cortázar

Siempre seré como un niño para tantas cosas, pero uno de esos niños que desde el comienzo llevan consigo al adulto, de manera que cuando el monstruito llega verdaderamente a adulto ocurre que a su vez éste lleva consigo al niño, y nel mezzo del camin se da una coexistencia pocas veces pacífica de por lo menos dos aperturas al mundo.
Esto puede entenderse metafóricamente pero apunta en todo caso a un temperamento que no ha renunciado a la visión pueril como precio de la visión adulta, y esa yuxtaposición que hace al poeta y quizá al criminal, y también al cronopio y al humorista (cuestión de dosis diferentes, de acentuación aguda o esdrújula, de elecciones: ahora juego, ahora mato) se manifiesta en el sentimiento de no estar del todo en cualquiera de las estructuras, de las telas que arma la vida y en las que somos a la vez araña y mosca.
Mucho de lo que he escrito se ordena bajo el signo de la excentricidad, puesto que entre vivir y escribir nunca admití una clara diferencia; si viviendo alcanzo a disimular una participación parcial en mi circunstancia, en cambio no puedo negarla en lo que escribo puesto que precisamente escribo por no estar o por estar a medias. Escribo por falencia, por descolocación; y como escribo desde un intersticio, estoy siempre invitando a que otros busquen los suyos y miren por ellos el jardín donde los árboles tienen frutos que son, por supuesto, piedras preciosas. El monstruito sigue firme.
Esta especie de constante lúdica explica, sino justifica, mucho de lo que he escrito o he vivido. Se reprocha a mis novelas -ese juego al borde del balcón, ese fósforo al lado de la botella de nafta, ese revólver cargado en la mesa de luz- una búsqueda intelectual de la novela misma, que sería así como un continuo comentario de la acción y muchas veces la acción de un comentario. Me aburre argumentar a posteriori que a lo largo de esa dialéctica mágica un hombre-niño está luchando por rematar el juego de su vida: que sí, que no, que en ésta está. Porque un juego, bien mirado, ¿no es un proceso que parte de una descolocación para llegar a una colocación, a un emplazamiento -golf, jaque mate, piedra libre? ¿No es el cumplimiento de una ceremonia que marcha hacia la fijación final de la corona?
El hombre de nuestro tiempo cree fácilmente que su información filosófica e histórica lo salva del realismo ingenuo. En conferencias universitarias y en charlas de café llega a admitir que la realidad no es lo que parece, y está siempre dispuesto a reconocer que sus sentidos lo engañan y que su inteligencia le fabrica una visión tolerable pero incompleta del mundo. Cada vez que piensa metafísicamente se siente "más triste y más sabio", pero su admisión es momentánea y excepcional mientras que el continuo de la vida lo instala de lleno en la apariencia, la concreta en torno de él, la viste de definiciones, funciones y valores. Ese hombre es un ingenuo realista más que un realista ingenuo. Basta observar su comportamiento frente a lo excepcional, lo insólito; o lo reduce a fenómeno estético o poético ("era algo realmente surrealista, te juro") o renuncia en seguida a indagar en la entrevisión que han podido darle un sueño, un acto fallido, una asociación verbal o causal fuera de lo común, una coincidencia turbadora, cualquiera de las instantáneas fracturas del continuo. Si se lo interroga, dirá que no cree del todo en la realidad cotidiana y que sólo la acepta pragmáticamente. Pero vaya si cree, es en lo único que cree. Su sentido de la vida se parece al mecanismo de su mirada. A veces tiene una efímera conciencia de que cada tantos segundos los párpados interrumpen la visión que su conciencia ha decidido entender como permanente y continua; pero casi de inmediato el pestañeo vuelve a ser inconsciente, el libro o la manzana se fijan en su obstinada apariencia. Hay como un acuerdo de caballeros entre la circunstancia y los circunstanciados: tú no me sacas de mis costumbres, y yo no te ando escarbando con un palito. Pero ahora pasa que el hombre-niño no es un caballero sino un cronopio que no entiende bien el sistema de líneas de fuga gracias a las cuales se crea una perspectiva satisfactoria de esa circunstancia, o bien, como sucede en los collages mal resueltos, se siente en una escala diferente con respecto a la de la circunstancia, una hormiga que no cabe en un palacio o un número cuatro en el que no caben más que tres o cinco unidades. A mí esto me ocurre palpablemente, a veces soy más grande que el caballo que monto, y otros días me caigo en uno de mis zapatos y me doy un golpe terrible, sin contar el trabajo para salir, las escalas fabricadas nudo a nudo con los cordones y el terrible descubrimiento, ya en el borde, de que alguien ha guardado el zapato en un ropero y que estoy peor que Edmundo Dantés en el castillo de If porque ni siquiera hay un abate a tiro en los roperos de mi casa.
Y me gusta, y soy terriblemente feliz en mi infierno, y escribo. Vivo y escribo amenazado por esa lateralidad, por ese paralaje verdadero, por estar siempre un poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde se debería estar para que todo cuajara satisfactoriamente en un día más de vida sin conflictos. Desde muy pequeño asumí con los dientes apretados esa condición que me dividía de mis amigos y a la vez los atraía hacia el raro, el diferente, el que metía el dedo en el ventilador. No estaba privado de felicidad; la única condición era coincidir de a ratos (el camarada, el tío excéntrico, la vieja loca) con otro que tampoco calzara de lleno en su matrícula, y desde luego que no era fácil; pero pronto descubrí los gatos, en los que podía imaginar mi propia condición, y los libros donde la encontraba de lleno. En esos años hubiera podido decirme los versos quizá apócrifos de Poe:

From childhood's hour I have not been
As others were; I have not seen
As others saw; I could not bring
My passions from a common spring-


Pero lo que para el virginiano era un estigma (luciferino, pero por ello mismo montruoso) que lo aislaba y condenaba,


And all I loved, I loved alone


no me divorció de aquellos cuyo redondo universo sólo tangencialmente compartía. Hipócrita sutil, aptitud para todos los mimetismos, ternura que rebasaba los límites y me los disimulaba; las sorpresas y las aflicciones de la primera edad se teñían de ironía amable. Me acuerdo: a los once años presté a un camarada El secreto de Wilhelm Storitz,donde Julio Verne me proponía como siempre un comienzo natural y entrañable con una realidad nada desemejante a la cotidiana. Mi amigo me devolvió el libro: "No lo terminé, es demasiado fantástico." Jamás renunciaré a la sorpresa escandalizada de ese minuto. ¿Fantástica, la invisibilidad de un hombre? Entonces, ¿sólo en el fútbol, en el café con leche, en las primeras coincidencias sexuales podíamos encontrarnos?
Adolescente, creí como tantos, que mi continuo extrañamiento era el signo anunciador del poeta, y escribí los poemas que se escriben entonces y que siempre son más fáciles de escribir que la prosa a esa altura de la vida que repite en el individuo las fases de la literatura. Con los años descubrí que si todo poeta es un extrañado, no todo extrañado es poeta en la acepción genérica del término. Entro aquí en terreno polémico, recoja el guante quien quiera. Si por poeta entendemos funcionalmente al que escribe poemas, la razón de que los escriba (no se discute la calidad) nace de que su extrañamiento como persona suscita siempre un mecanismo de challenge and response; así cada vez que el poeta es sensible a su lateralidad, a situación extrínseca en una realidad aparentemente intrínseca, reacciona poéticamente (casi diría profesionalmente, sobre todo a partir de su madurez técnica); dicho de otra manera, escribe poemas que son como petrificaciones de ese extrañamiento, lo que el poeta ve o siente en lugar de, o al lado de, o por debajo de, o en contra de, remitiendo este de a lo que los demás ven tal como creen que es, sin desplazamiento ni crítica interna. Dudo de que exista un solo gran poema que no haya nacido de esa extrañeza o que no la traduzca; más aún, que no la active y la potencie al sospechar que es precisamente la zona intersticial por donde cabe acceder. También el filósofo se extraña y se descoloca deliberadamente para descubrir las fisuras de lo aparencial, y su búsqueda nace igualmente de un challenge and response; en ambos casos, aunque los fines sean diferentes, hay una respuesta instrumental, una actitud técnica frente a un objeto definido.
Pero ya se ha visto que no todos los extrañados son poetas o filósofos profesionales. Casi siempre empiezan por serlo o por querer serlo, pero llega el día en que se dan cuenta de que no pueden o que no están obligados a esa response casi fatal que es el poema o la filosofía frente al challenge del extrañamiento. Su actitud se vuelve defensiva, egoísta si se quiere puesto que se trata de preservar por sobre todo la lucidez, resistir a la solapada deformación que la cotidianeidad codificada va montando en la conciencia con la activa participación de la inteligencia razonante, los medios de información, el hedonismo, la arterioesclerosis y el matrimonio inter alia. Los humoristas, algunos anarquistas, no pocos criminales y cantidad de cuentistas y novelistas se sitúan en este sector poco definible en el que la condición de extrañado no acarrea necesariamente una respuesta de orden poético. Estos poetas no profesionales sobrellevan su desplazamiento con mayor naturalidad y menor brillo, y hasta podría decirse que su noción del extrañamiento es lúdica por comparación con la respuesta lírica o trágica del poeta. Mientras éste libra siempre un combate, los extrañados a secas se integran en la excentricidad hasta un punto en que lo excepcional de esa condición, que suscita el challenge para el poeta o el filósofo, tiende a volverse condición natural del sujeto extrañado, que así lo ha querido y que por eso ha ajustado su conducta a esa aceptación paulatina. Pienso en Jarry, en un lento comercio a base de humor, de ironía, de familiaridad, que termina por inclinar la balanza del lado de las excepciones, por anular la diferencia escandalosa entre lo sólito y lo insólito, y permite el paso cotidiano, sin response concreta porque ya no hay challenge, a un plano que a falta de mejor nombre seguiremos llamando realidad pero sin que sea ya un flatus vocis o un peor es nada.




Cortázar, Julio; La vuelta al día en ochenta mundos, México, Siglo Veintiuno Editores, 1984 (Tomo I)