el pensamiento artístico

Extraído de la editorial de la revista e-flux


“El pensamiento artístico”

Julieta Aranda, Brian Kuan Wood, Anton Vidolke

En el número de febrero, 2009 de e-flux journal, Luis Camnitzer sugirió en su ensayo, “Arte y alfabetización” que el problema central de la educación (particularmente la de artistas) puede rastrearse hasta aquella etapa primaria en la que uno es enseñado a leer y escribir, en ese orden. En un nivel, es simple sentido común suponer que uno sólo puede comenzar a escribir hasta después de haber aprendido a leer. Pero al mismo tiempo, este ordenamiento pasa por alto que el consumo debe estar necesariamente antes de la producción –sólo después que consumes conocimiento serás capaz de producirlo. Es un entendimiento fundamental del aprendizaje que es típico del modelo del maestro-aprendiz que encontramos en los gremios artesanales. El problema surge cuando el lenguaje que se aprenderá aun no ha sido inventado, o la práctica del oficio no es controlada por un gremio.

La educación en artes, por otro lado, ha internalizado profundamente este problema, al pasar por alto la inversa –que uno escribe primero, y sólo después desarrollas un lenguaje con el cual lees lo que escribiste. Por lo tanto, ¿qué significaría construir una institución alrededor de esta idea? Dicha institución necesariamente tendría que ser ahistórica, y quizás incluso amnésica. Se parecería a la Torre de Babel, en donde cada obra podría ser entendida como su propio lenguaje, proyectando su propia historia del arte.

En los últimos años, los debates alrededor de la educación en artes ha experimentado un desvío gradual pero determinante, de un interés por los formatos abiertos y los potenciales emancipadores de las estructuras semi-institucionales, a las discusiones sobre cómo estas instituciones educativas pueden optimizarse, incluso estandarizarse. Uno puede fácilmente descartar este giro hacia el pragmatismo por reflejar una crisis endémica de la imaginación –y probablemente lo hace, pero es también una respuesta necesariamente concreta a amenazas muy reales para la educación en artes, que vienen bajo la forma de severos recortes presupuestales y medidas dramáticas para llevar la producción de arte a estar en línea con los mandatos administrativos de las universidades de investigación.

No obstante, el campo del arte no está constituido para lidiar con estos desafíos administrativos, ya que se rehusa a ofrecer una respuesta definitiva a la pregunta sobre lo que realmente está haciendo: la pregunta “¿Qué es arte?” debe mantenerse abierta. La pregunta más importante e interesante, entonces, le concierne no a la actitud mojigata de este rechazo, sino al hecho de que las respuestas más útiles son siempre propuestas desde la negativa. Estas son respuestas que dan cuenta del hecho que la educación en artes es, en efecto, una paradoja fundamental, casi una contradicción en términos. Ya que, ¿cómo podemos siquiera pensar sobre la enseñanza de algo que, en un nivel básico, no puede enseñarse? ¿Cómo formar la audacia para hacer movidas que aun no han sido autorizadas, y dentro de espacios donde quizá no sean aceptadas? El fomento de esta audacia es menos una preocupación estructural –sobre cómo lidiar con un espacio determinado, cómo acceder a una historia o red de relaciones, sobre cómo hacer visible una obra, y así sucesivamente—y más una cuestión de identificar el tipo de pensamiento que puede sobrepasar las estructuras y la institucionalización en su conjunto. Podríamos llamar a esto pensamiento artístico.

Por un lado, siguiendo a Camnitzer, otorgar al artista una posición que preceda al lenguaje (y, por extensión, a la historia), mientras se abre un espacio amplio para la experimentación, podría verse como un auspicio tediosamente romántico del artista como genio loco –sin una responsabilidad individual e inconsciente de los vocabularios que se han consolidado a su alrededor. Sin embargo, ¿no sería esto otra manera de describir una histeria ya existente, integrada en un campo donde todos los mecanismos de legitimación son sujetos a impresiones altamente subjetivas y contingentes de valor e importancia? Mientras que podríamos decir que un vocabulario existe para vincular a estos elementos, sigue sin poder formar un lenguaje coherente de juicio, de totalizar la denuncia o los términos que de otra manera pudieran medir el éxito o fracaso definitivo de una obra de arte. Esta sería la fuente de una buena cantidad de psicosis, pero sería aun más enloquecido sugerir que una autoridad central deberá formar un criterio central de juicio estético como plataforma para todos. Y de cualquier manera, el arte, en el mejor de los casos, no ofrece respuestas y soluciones: sólo crea problemas.

fuente: http://www.e-flux.com/journal/view/242

(libre traducción)

LA ALFABETIZACIÓN,
Segunda parte: Lenguaje hegemónico y orden arbitrario
Luis Camnitzer

En la actualidad, claro, ella debió haber ido a la universidad,
para encontrar una salida a su inteligencia, para disciplinar su imaginación bulliciosa
y probablemente para terminar rica y exitosa

-P.D. James


Las aproximaciones pedagógicas más triviales de alfabetización se basan en el reconocimiento y ejecución de signos sin una consideración para los procesos de comunicación que generan esos signos. Al aprender a escribir, el primer paso siempre fue el de llenar las páginas de letras. En el arte, consistió en llenar las páginas con líneas horizontales y verticales, e incluso hoy en día algunos niños siguen pintando los colores a base de números. La enseñanza académica se vuelve aun más peligrosa en el arte que en la alfabetización. En el arte, los ejercicios para construir las habilidades académicas están diseñadas para la gratificación instantánea y una evaluación eficiente, pero también introducen algunos dogmas estéticos.

Los intentos por copias fielmente una imagen externa son emprendidos sin examinar las implicaciones ideológicas y filosóficas. Entre estas implicaciones se encuentran: una creencia que la imagen percibida de la realidad es realidad verdaderamente; que nuestros sentidos actúan como dispositivos de registro más que de traducción; que representar es arte, no sólo una manera de procesar información; que la realidad es un orden creado externamente; que la belleza es un valor externo. El realismo académico podría decirse que intenta una transliteración restrictiva, más que una traducción. Una discusión sobre cualquiera de estos temas nos llevaría a ejercicios mucho más interesantes y productivos que la aburrida copia de naturalezas muertas o modelos desnudos. Favorecen la apariencia por encima de una resolución más profunda de problemas, y, finalmente, están más preocupados por el empaquetamiento de teorías (por ejemplo, el de la estética funcional) que la creación.

En todas las aproximaciones tradicionales a la pedagogía, tanto en el arte como en la alfabetización, la posibilidad de percibir la naturaleza transitoria del espacio producido por texto o imagen –el espacio común para autor y receptor—se pierde por completo. El énfasis está en la producir vasos comunicantes que son objetos estáticos y consumibles, para los cuales el signo tiene que estar bien ejecutado. En este tipo de arte, la ejecución tiene que llegar al grado de deseabilidad, lo que a su vez define el éxito.

La enseñanza y la instrucción son generalmente usados como sinónimos, algo que refleja una ideología pedagógica implícita. La palabra instrucción es un homónimo: se refiere a las instrucciones que se dan para llevar a cabo una tarea así como la inducción de un aprendiz para vivir en un mundo regido por las instrucciones. Las pedagogías de la instrucción son académicas y verticales. Están basadas en el monólogo del instructor y se enfocan en obtener la perfección por medio de la repetición. Tradicionalmente, escuchar y ser “instruido” constituyen el primer paso que el estudiante debe atravesar.

El coaprendizaje y la tutoría establecen una relación horizontal entre los participantes, basada en el diálogo más que en la presentación de monólogos; si y cuando esto ocurre, en un escenario tradicional, se reserva para estudiantes avanzados. El presupuesto es que el diálogo tiene que ser ganado, como si el respeto y el trabajo colegiado no fueran intrínsecos a la pedagogía, sino más bien obsequios para quienes lo merecen. En esta situación, el aprendiz no es un receptor, sino alguien que participa en un proceso de construcción. Aquí la palabra construcción, opuesta a instrucción, se refiere a la construcción tanto de un discurso como de la habilidad para presentarlo. Sólo en este punto se aceptan la expresión y la comunicación. El efecto de esta demora es que el discurso, una vez logrado, toma la forma de un nuevo monólogo o conjunto de instrucciones, y el sistema se perpetúa.

La separación de instrucción de la construcción, así como la primacía del primero, relegan la expresión y la comunicación a, respectivamente, un segundo y tercer lugar en el arte, y un tercer y cuarto lugar en la escritura. En cada caso, las categorías de expresión y comunicación no están necesariamente integradas. El artista muchas veces expresa sin comunicar, mientras que un manual escrito puede comunicar sin expresión. La diferencia en los ordenamientos con respecto al arte y a la alfabetización siempre refleja ciertas expectativas culturales. Después y a pesar del periodo inicial o periodo de oficio, se presume que el arte expresa individualidad. De modo que se favorece la expresión por encima de la comunicación. En la alfabetización la expectativa es la de una competencia social, de modo que la comunicación precede a la expresión –La alfabetización se deja a la funcionalidad y colectividad, mientras que el arte sigue siendo individual e implícitamente elitista.

Oralidad

Las sociedades orales parecen preferir un arte que sea estático, porque confirma y estabiliza las tradiciones culturales colectivas. Una gran cantidad de energía se gasta en mantener comunicación con relativamente poco espacio para la expresión. Las obras de la tradición oral (ejemplificadas por la épica de Homero) sólo mantuvieron su conexión con el original después de un tiempo, debido a la cadencia y a los ritmos de respiración que limitaban el riesgo de la desviación. Como medio de expresión más cercano al texto que a la música, el hip hop de la actualidad ofrece un inesperado retorno a la oralidad.

Al transferir la memoria colectiva y las ideas individuales en documentos, las culturas letradas se aseguran que las memorias colectivas se mantengan o se conviertan en bien común. Logran una fácil portabilidad y circulación. En las socidades orales uno viste el conocimiento colectivo. En las sociedades con conocimientos documentados, el individuo se refiere al conocimiento sin tener que vestirlo o estar cargando con él. Puede moverse libre de un vestido colectivo. Esto incrementa la libertad para preguntarse cosas y expresarse con respecto a los deberes de representar un conocimiento colectivo. El escenario para esto es un mercado que, al tratar de seguir estas aventuras individuales, se vuelve cada vez más rarificado y ajeno a cualquier cultura originaria. Uno podría especular que en ciertas maneras, un alto alfabetismo conduce a menos personas a entender más el arte bueno que el arte malo.

La palabra alfabetización trata de acomodar muchos más problemáticas que las que tiene capacidad. Existe la alfabetización de los niños que entran a una sociedad adulta, el problema del analfabetismo funcional entre los adultos, y el acceso de un lenguaje a otro. Lo que es común en todos ellos es que el lenguaje elegido para definir el alfabetismo adquiere un estatus hegemónico. La funcionalidad, entonces, se logra dentro de lo que puede ser definidoc omo lenguaje hegemónico. Una educación de alfabetización mal implementada puede desplazar otros códigos funcionales existentes, tanto en términos de oralidad como de lo que entonces serían los lenguajes “no-hegemónicos.” A veces, este lenguaje no-hegemónico es sólo un código de comunicación (desde el llanto de un bebé en adelante); en ocasiones es un dialecto o vernáculo, a veces un lenguaje extranjero (en el cual podría haber una alfabetización completa o sólo una habilidad para leer el nuevo lenguaje hegemónico).

En la introducción al libro The Making of Literate Societies, David Olson y Nancy Torrance señalan que cuando un nuevo código escrito (lenguaje) forzadamente entra en una cultura que tiene un código preexistente (escrito u oral), esto inmediatamente genera analfabetismo. Mientras que el viejo código se devalúa, el nuevo no será adquirido al cien por ciento. La alfabetización, por lo tanto, es simultáneamente una herramienta de desempoderamiento y de empoderamiento, misma que crea una situación mucho más rica y frágil que lo que las metodologías pedagógicas logran entender. Se supone que la alfabetización nos permite la entrada a la sociedad moderna, y nos asegura una supervivencia, y el énfasis de la enseñanza se dirige a este aspecto. Esto explica el interés del estado por ofrecer una educación primaria obligatoria y gratuita en una gran mayoría de países. Si el propósito fuera el de empoderar y promover la libertad creativa, no sólo se usarían distintos sistemas educativos, sino que todos también tendrían acceso a una educación gratuita hasta el grado terminal.

Solamente después que los intereses del estado sean absorbidos (o se genera una distancia crítica en contra de ellos), puede el lenguaje convertirse en un instrumento para la liberación. Los intereses individuales sólo pueden satisfacerse una vez que se alcanza el nivel expresivo. Ya en 1492 Antonio de Nebrija observó en su libro sobre gramática castellana: “El lenguaje siempre fue un socio del Imperio.” Nebrija fue muy positivo al respecto: el lenguaje hegemónico reduce a los otros lenguajes a un papel secundario o intenta eliminarlos. España eliminó el Náhuatl en México así como un estimado de 400 lenguas indígenas adicionales en Latinoamérica. Y cuando desaparecen las “primeras lenguas,” igualmente desaparece el conocimiento que inicialmente demandaba y generaba a dichas lenguas. De cierta manera, lo mismo sucede con la desinfantilización de los dibujos infantiles, la pérdida de la ingenuidad (o su congelamiento estilístico) del arte naïve, o con la traducción del arte tribal en chucherías de aeropuerto. Tanto en el estadio pre-alfabetizado y el otro periodo alfabetizado, los códigos originales usados para la comunicación son dejados de lado, devaluados, o condenados, más que construir a partir de éstos. Para algunas formas de educación, la colonización puede por lo tanto ser más que sólo una metáfora. En la medida que el nuevo código se convierte en el estándar, las diferencias de clase se vuelven más agudas y se crean nuevas separaciones gracias a las ganancias que se obtienen por la asimilación al nuevo código y a sus protocolos.

El concepto de “multialfabetizaciones” que surgió en los noventa, trató de referirse a muchos de estos puntos. Al reconocer que no existe un “inglés canón”co" válido, y respondiendo a las ideas impulsadas por la globalización, el multiculturalismo y los cambios en el capitalismo, el “New London Group” desarrolló una plataforma para cambiar las pedagogías de alfabetización, para reflejar como para promover el cambio social. Entre las metas más radicales del grupo se encuentra una redefinición del maestro como “diseñador de procesos y entornos de enseñanza,” y la extensión de la noción de alfabetización que va del lenguaje a una concepción más amplia de “actividades semióticas,” donde el sentido organizado se analiza en actividades no orales como el juego. Al buscar un lenguaje que reuniera y ayudara a organizar estas actividades más generales, surgió una diferenciación entre lenguaje, dialecto y voz. El lenguaje tiene aquí el papel hegemónico, mientras que el dialecto puede preservar algunos de los códigos originales reservados para la comunicación vernácula, y la voz le otorga poder a la expresión del individuo.

Estas distinciones también parecen aplicarse al arte, aunque con una diferencia en los respectivos énfasis. En la alfabetización, el lenguaje –lenguaje hegemónico— es el medio a dominar. En el arte, el lenguaje hegemónico es la referencia contra la cual uno puede desviarse un poco para mostrar originalidad. En la alfabetización y en el arte, el dialéctico o vernáculo tiende a ser visto como de menor valor. En el arte, claramente, es la voz de la expresión personal que eventualmente es ensalzada por el mercado, siempre y cuando opere dentro del lenguaje hegemónico.

Voz/Ortografía personal

Típicamente, cuando discutimos la alfabetización, las personas suponen que el sujeto analfabeta es “ignorante” porque él o ella no sabe cómo traducir el código oral a un sistema visual de signos. De la misma manera, enseñar a alguien cómo hacer eso se considera instrucción, y la medida de éxito consiste en el grado al cual el producto está libre de las desviaciones del canon. Las reglas ortográficas, por ejemplo, son absolutas; las desviaciones no son sólo ilícitos, sino también vistos como un escudo de ignorancia. El libre juego con la ortografía, hecha para intereses de expresión, son sólo tolerados en un estado más avanzado de educación, para aquellos que califican para la literatura creativa más rarificada.
Mientras que existe un abandono tradicional de la voz y el dialecto en la alfabetización, lentamente es aceptado que debería respetarse la base vernácula, y que hay necesidad de despertar la conciencia y sugerir un contacto eventual con los significados. Algunos educadores incluso están a favor del desarrollo de formas personales de ortografía (una apertura para la “voz”) precediendo el aprendizaje del canónico, de modo que se facilite el contacto con el código escrito con la realidad vivida. Controversial en las primeras etapas de alfabetización, el uso posterior de los errores ortográficos vernáculos y el uso de palabras no-hegemónicas pueden estimular tanto la expresión como la comunicación. Un ejemplo óptimo es la novela de Junot Díaz, The Brief Wondrous Life of Oscar Wao (2007), en donde el spanglish vernáculo es tan fuerte que las versiones en inglés y en español del libro se vuelven muy similares.

El uso de ortografía personal en el arte tendría al aprendiz primero esbozar una idea de cualquier manera idiosincrática personal, sin considerar cómo lo entenderían otras personas. Esta etapa, por lo tanto, sólo se preocupa por el desarrollo de dispositivos mnemónicos: imágenes reconocibles y descodificables por el autor, con una mayor precisión en una etapa posterior. La ortografía canónica surgiría en la segunda etapa. El dibujo se convertiría entonces en el equivalente de un dibujo técnico que el arquitecto le presenta al constructor. En la escritura, el paralelo es una lista de compras para alquien más, o, en su versión más sofisticada, todo el código legal de un país. Su posición como arte sólo puede hacerse una vez que la expresión y la especulación se convierte en la base de la comunicación. Sólo entonces lo que pudo haber sido un error bajo los estándares canónicos se puede interpretar como licencia poética o como dispositivo creativo. Pero sin el suficiente poder de persuasión, el mismo gesto seguiría siendo una transgresión o una señal de ignorancia.

La colocación del Orden/El Orden arbitrario

La enseñanza de codificaciones y descodificaciones únicamente como desarrollo de oficio empobrece la comunicación. Una caricatura de esta aproximación nos ha llevado a construcciones pseudo-racionales aunque aberrantes, como Basic English, un intento hecho por el lingüista inglés Charles Kay Ogden en la década de los veinte por reducir el idioma inglés a 850 palabras, para establecerlo como el idioma internacional. La misma actitud en el arte ha intentado crear a un buen dibujante, reduciendo la figura humana a elipses y rectángulos.

Los teóricos de la pedagogía más iluminados sugieren que la creatividad debería compartir las primeras etapas de la educación con la alfabetización, más que seguir después de ésta. Pero al presentar la recomendación de esta manera, están reforzando un supuesto problemático: que la alfabetización podría ser paralela, pero distinta y separada de la creatividad. Sin embargo, para separar la alfabetización de la creatividad en primer lugar –aun cuando se hacen sincrónicamente—acepta una separación no garantizada y errónea entre las dos.


Como “orden” e “instrucción,” la palabra “alfabetización” también es un homónimo, pero este se refiere a los otros dos: la instrucción en la alfabetización y el orden en la secuencia alfabética. Normalmente mantenemos estos dos significados marcadamente separados. Pero nos ayudaría poner de avanzada una pedagogía más integradora, si realmente nos enfocáramos en ellas simultáneamente, de modo que podamos ver la conexión entre las taxonomías en la educación y el poder de formar un orden.

Tanto la escritura como el arte lidian con la formación de orden. Los signos usados en la escritura se originan en decisiones arbitrarias, pero la conexión con la arbitrariedad se pierde cuando entran los convencionalismos. La convención de un uso de mucho tiempo mata incluso la memoria de la arbitrariedad inicial de los signos, y les otorga una presencia objetiva y aparentemente inevitable. El orden, por lo tanto, se preserva. En el arte, parecería ser lo opuesto: los signos usados no son de origen “arbitrario,” en el sentido de que tienen la intención de ser representativos, pero el orden al cual sirven se supone que es arbitrario (“oiginal”). En ambos casos, lo que importa es el orden –ya sea que confirma un orden pasado o inventa uno nuevo.

Dada la importancia de formar el orden, pareciera que una aproximación pedagógica sana usaría este orden como un fulcro. En dicha pedagogía, el primer paso sería la percepción de una necesidad por establecer o registrar un orden por comunicar, donde el segundo paso sería explorar el origen de esa necesidad, así como la relevancia de las relaciones de poder. El tercer paso sería buscar el código más efectivo para transmitir y registrar el orden que será comunicado. El cuarto sería el dominio de ese código para lograr una comunicación efectiva.

Esta secuencia, basada en el sentido común, no es suficiente para erradicar el autoritarismo en la educación. El autoritarismo está tan profundamente enraizado en la educación formal que incluso una reforma “progresiva” que se comprometa a una pedagogía más “permisiva” no logra abordar los temas claves sobre quién controla los sistemas existentes de orden y sus protocolos, así como los límites que éstos disponen para el pensamiento y la imaginación.

Si juntamos todo, sería razonable iniciar al aprendiz en una búsqueda por establecer su propia necesidad de comunicación, al explorar preguntas tales como: ¿Qué debería comunicarse, por qué, y en qué sistema de orden se localiza esa necesidad?, ¿se origina en el ser, y, como meta primordial, busca su satisfacción?, ¿es de uso social (dar placer, emitir una advertencia, o proveer una iluminación)?, ¿a quién se comunica?, ¿qué forma de código asume esta idea a ser comunicada?, ¿qué código debería usarse o crearse para traducir la idea original?, ¿Cómo acomodará ese código el mensaje que uno tiene en mente?, ¿cómo esta comunicación será entendida y ser lo más persuasiva posible?

Es irónico que estas preguntas, en esta secuencia, pondrían al maestro, al estudiante analfabeta, al artista y al ciudadano común en la misma posición. Al deshacerse de las jerarquías y al perseguir la búsqueda, la creación y el desafío de las órdenes dentro de las cuales las necesidades pueden identificarse y decidirse, los incentivos para la comunicación se convierten en la base para un constante aprendizaje y articulación. Mientras esto no necesariamente hará que todo mundo se vuelva creativo, por lo menos no impedirá al aprendiz de ser creativo.

Luis Camnitzer

LA ALFABETIZACIÓN,
Primera parte: Protocolo y competenci
a
Luis Camnitzer


Leer es resucitar ideas sepultadas en el papel. Cada palabra es un epitafio.
-Simón Rodríguez


Comencé a escribir y leer a la edad de seis años y recibí mi primera educación artística seria a los catorce. Estos periodos marcan dos puntos en mi biografía, en los cuales mis instintos de exploración fueron seriamente restringidos. En vez de ser guiado en una búsqueda por nombrar cosas innombrables, fui obligado a aprenderme los nombres de cosas conocidas.

Estos recuerdos realmente me preocupan –pero eso no es todo. También me hacen preguntarme: ¿Por qué leer y escribir se enseñaron separados de dibujar y mirar? ¿Por qué el primer par fue considerado una obligación para todos y el segundo reservado para una elección vocacional posterior? ¿Por qué estaba diseñado el sistema para formular respuestas para las preguntas de otras personas, en vez de postular mis propias preguntas?

Al devolverme a ver el presente, hay otras cosas que igualmente me molestan, por ejemplo: ¿Por qué el arte bueno es un asunto elitista y el arte malo más popular? ¿Por qué la mayoría de los incentivos para mejorar nuestro trabajo, o incluso para lograr cualquier cosa, externos al aprendiz y no integrados al aprendizaje? ¿Son estas preguntas el síntoma de una mala pedagogía? ¿Y podrá encontrarse una solución en una mejor aproximación a la pedagogía?

Más allá de aprender a leer y escribir, nunca presté mucha atención a la alfabetización hasta recientemente. Siempre supuse que el conocimiento de la lectura y escritura era algo de valor absoluto, que carece de cualquier contradicción interna. Como muchos, asocié el analfabetismo con la ignorancia y con las habilidades sociales disfuncionales. Enfocándome en el arte, no presté atención al movimiento de los Nuevos Estudios de Alfabetización y al concepto de “multialfabetizaciones” que surgió en los noventa. Al pensar sobre la educación artística y usando términos como “alfabetización visual,” presté poca atención a la posibilidad de que el arte y la alfabetización son dos categorías sub-conectadas de codificar y descodificar, y más generalmente, al tema de la traducción de ideas, de un código a otro. La telepatía sería mi instrumento ideal para esto, pero nunca he logrado que funcione. Más allá de mis desaveniencias personales en esta cuestión, la telepatía también nos presenta problemas de almacenaje y recuperación.

Una sola letra

Con los “bancos telepáticos” fuera del asunto, he considerado la alternativa de comprimir todo el conocimiento en una letra. La alfabetización sería entonces una cuestión instantánea, como tomar una pastilla, y no habría necesidad de separar al arte de ella. Tenemos no una sino veintiséis letras en el alfabeto moderno latino básico, lo cual sigue siendo impresionante, dada la cantidad de conocimiento, evocación e indagación puede otorgársele a esos garabatos. Añade a eso el repertorio limitado de signos disponibles en el arte, y se cubre un amplio terreno.

La idea de la letra individual es más cercana al Aleph de Borges que a cualquier letra del alfabeto, y puede sonar un poco mística. De cualquier modo, una vez mencioné esta idea a alguien que me informó que la tradición Tibetana del Dzochen ya la tiene. Es una letra “A” especial, que sirve como símbolo para el “cuerpo de luz” y se dice contener todo el conocimiento primordial. Después descubrí que este concepto del depósito individual también es reconocido en la teoría secular. Al hablar de algoritmos, George Chaitin describe “programas elegantes” como la “óptima compresión de su información de salida, es la teoría científica para dicha información de salida, considerada como datos experimentales.”

En el arte (incluyendo la escritura creativa) la compresión es central para el poder y el efecto, conjuntando no sólo datos empíricos, sino también, y quizás, particularmente, lo no-experimentado y desconocido –efectivamente, eso es lo que muchas veces hace que el arte sea interesante. Estamos hablando de una forma de compresión que satisface las condiciones de Chaitin, y una descompresión que las sobrepasa. En el arte, la descompresión recurre a evocaciones y el término de la obra ocurre en la experiencia del espectador.

Hay algo más implícito en la definición de Chaitin: el programa (o el signo, o e mensaje codificado) es un punto de encuentro donde el escritor y el artista se encuentran con el lector y el espectador. El signo –o combinación de signos—es por lo tanto no sólo un producto u objeto; es también un espacio de pasaje. En este sentido, quizás una de las nociones fallidas tomada en el curso de mi aprendizaje escolar era que un texto o una pieza de arte es una cosa y no un lugar. Además, que esta cosa existe solamente para poder hablarme acerca de otras cosas ya conocidas.

Esto nos serviría para explicar porqué hay dos tipos de pedagogía: una dirigida a la transmisión de conocimiento, y otra –menos frecuente—dirigida al desarrollo de la creatividad. Y existen actitudes sociales vinculadas a cada una: la primera, de sumisión a un orden dado de las cosas, y otro –menos frecuente—que fomenta la crítica a dicho orden. Esto a su vez explica porqué, cuando queremos darle primacía a la búsqueda de cosas desconocidas, estamos obligados a desaprender mucho de lo que previamente hemos aprendido.


Protocolos

Enseñar un oficio es fácil. El oficio es un sistema relativamente cerrado, que lidia con datos objetivos en un orden determinado. Sólo requiere de tiempo y paciencia. Pero la separación entre el oficio y el significado se compone de un indoctrinamiento de facto: en disciplinas como la historia o la literatura, o en las ciencias sociales, donde la memorización de datos se divorcia de la interpretación, entra en juego una forma sutil de coerción. El estudiante se mantiene no sólo ignorante de las ideologías subyacentes, entrenado para pensar que es posible, e incluso deseable, ser apolítico, cuando en realidad eso, en sí mismo, es una posición política. Un oficio sin sentido, del mismo modo, tiene su propio significado. Igualmente refleja una ideología, que es superficial –es el producto del supuesto no examinado de que esta manera particular de enseñanza no es ideológica. Los protocolos –las reglas que guían cómo debe desarrollarse una actividad –comparten esta misma ideología de la no-ideología. Es por ello que este tipo de pedagogía enfatiza el entrenamiento y no la educación.

La enseñanza se adhiere a protocolos ajustados –códigos que definen el espacio dentro del cual se lleva a cabo la enseñanza. El protocolo más básico es en este caso, indudablemente, la separación de la enseñanza del aprendizaje: un maestro da la información de un lado, los estudiantes la reciben del otro. El protocolo-espacio representa esta distribución preestablecida de poder, y sólo esos modos de pedagogía que se acomodan a ese espacio y que cumplen con esa distribución pueden usarse.

Los protocolos no son necesariamente racionales, y si así lo son, se actualizan lentamente, pueden sobrevivir a su racionalización original. En la década de los cuarenta, cuando estaba en la primaria en Uruguay, muchas veces teníamos que leer en voz alta frente al grupo, parados en el pizarrón y de cara a los compañeros. Fue una actividad formal para la cual estábamos obligados a usar una pronunciación en castellano. El habla normal fue extraído de la clase porque el protocolo determinaba que el castellano era la manera refinada, correcta y de clase para pronunciar cuando se lee frente al público. Como resquicio de la colonización española dos siglos antes, era un protocolo que nadie se había preocupado en revisar.

Cuatro décadas después, estaba impartiendo clases en una universidad de los Estados Unidos, y un día fue mi turno de tomarme unos minutos en una reunión con los jefes de departamento. Aburrido, decidí escribir minutos descriptivos. Y no sólo cité, sino que también describí el porte y expresiones de aquellos que estaba citando. Rompí con el protocolo secretarial y, dado que mi realismo fue interpretado como caricatura, produjo indignación. El protocolo del trabajo secretarial exige un anonimato objetivo, casi maquinal, sin la posibilidad de una figuración personal.



En mi primaria, el protocolo nos obligaba a ser ridículos. En mi reunión, el protocolo nos prohibía exponer el ridículo de los otros. Y a pesar de los supuestos declarados, ambos protocolos eran fuertemente ideológicos, en el sentido de que reducían las posibilidades para nuestra expresión y revelación, acomodándonos en un molde institucional.

Protocolo es una palabra importante aquí. Porque los protocolos son creados por o asociados con el poder (alguien compone las reglas, alguien las implementa), si nos enfocamos críticamente en el protocolo, se nos permite ver dónde está situado el poder, y lo que hace. Por lo tanto, en la medida que la enseñanza siga un protocolo en su ideología general y su representación concreta (expresada bajo la forma de una carta descriptiva), puede verse como una forma de colonización. La colonización y el maestro como colonizador, por lo tanto, pueden usarse como metáforas megativas para la educación.

La urgencia por comunicar

La alfabetización está concebica primordialmente como una “cosa conocida” que de alguna manera se entrega. El maestro está alfabetizado y el aprendiz no. El conocimiento, mayormente definido como una habilidad, se transmite de uno a otro y el trabajo queda listo. Con el tiempo, sin embargo, las ideas sobre la alfabetización se han vuelto cada vez más complejas. Con los cambios en el capitalismo durante la última mitad de siglo, han surgido diferentes conceptos. Las ideas sobre la alfabetización ya no se limitan a métodos tradicionales de adquisición estricta de habilidades, con una elección entre aproximaciones fónicas o de un entendimiento comprensible de significados. Con la resistencia en contra de la explotación social y económica llegaron el reconocimiento de una necesidad de conciencia política y una sensibilidad hacia las necesidades locales. Los intentos por analizar la alfabetización tuvieron que considerar el factor del medio ambiente en el aprendiz. Paulo Freire politizó dicho estudio, al mostrar cómo el desarrollo de la alfabetización se conectaba con las condiciones sociales que causan y mantienen el analfabetismo. Un estudio reciente hecho por Ana Lúcia en el estado de Sao Paulo, Brasil, añade una dimensión psicológica a la situación social, revelando que los sentimientos más fuertes entre los adultos que reconocieron ser analfabetas son “la humillación y la impotencia.” Esto, entre otras cosas, hace difícil identificar a aquellos con necesidad.

Mientras tanto, la alfabetización no se ha mantenido limitada a una lectura y escritura tradicional. De acuerdo con Robert Reich, en los últimos veinticinco años, el trabajo rutinario como porcentaje de todo el trabajo está disminuyendo, mientras que el trabajo que requiere creatividad y el análisis abstracto ha incrementado. Consecuentemente, se ha desarrollado una forma elite de alfabetización: la de los “analistas de símbolos.” Y esta nueva complejidad ha creado un número de nuevas clases sociales y formas de alfabetización que aun no están completamente registradas.


Todo esto pudo haber enriquecido a la teoría pedagógica, pero la situación en las aulas no ha cambiado mucho. En un mundo cada vez más organizado por el pensamiento algorítmico, el análisis de símbolos sigue considerándose una suerte de especialización. La educación sigue funcionando primordialmente como un lubricante social, y la alfabetización básica sigue siendo una parte esencial del proceso de lubricación. Los arrepentimientos de los individuos funcionalmente analfabetas reflejan esta situación. Su incentivo para aprender cómo leer y escribir viene del prospecto de ser capaces de atender sus asuntos en el banco o tomar un autobús, y no de equiparse para una mejor comunicación o búsqueda de información. A pesar de muchos esfuerzos hechos por pensadores progresistas, el salón de clases se ha mantenido libre de una indagación crítica y de cualquier desafío o exploración de lo desconocido.

La educación básica de alfabetización y la educación artística básica tienden a comenzar desde un terreno común. Cada una a su manera, definen en punto de inicio como el conocimiento de los ABCs del lenguaje y luego prosiguen con el desarrollo de las habilidades para usarlo. El supuesto es que el núcleo primordial del lenguaje se encuentra en unidades discretas irreductibles que posteriormente se amarrarán, más que en la urgencia por comunicar. En la alfabetización, las unidades son literalmente las letras. En el arte, de acuerdo con la ideología estética, son el dibujo natural, la composición abstracta y demás. Pero en la alfabetización, como en el arte, la razón para aprenderlas se revela sólo después que se logra una competencia. Puede haber razones fuertes para querer aprender (mejoramiento de la clase social, fama arte-histórica), pero la meta normalmente se encuentra por fuera y más allá del desarrollo de la habilidad. Mientras tanto, los niños son capaces de ensamblar su propio lenguaje con reglas mínimas, mientras juguetean o dibujan lo que sea. Cuando la aquisición del lenguaje sí sirve a la urgencia por comunicar, los niños usan las herramientas necesarias de manera integrada, sin un salón de clases, y sin un esfuerzo notable.

A pesar de los aspectos comunes compartidos entre el desarrollo de habilidades a partir de la construcción de bloques de conocimiento, y el aislamiento de las metas comunicativas, incluso en las pedagogías más tradicionales, la alfabetización básica y la actividad artística básica se separan rápidamente. Una de las razones de esto es que la alfabetización prioriza la lectura por encima de la escritura, mientras que el arte enfatiza el hacer por encima del ver. Como señala James Paul Gee, la lectura es entendimiento y la escritura es producción. Esto pone a la lectura en una categoría que la une a la apreciación del arte y la escritura en una categoría unida a la producción artística. O, si queremos ser más esquemáticos, una categoría se refiere a descodificar mientras que la obra se refiere a codificar.

El arte y la alfabetización, por lo tanto, vienen a considerarse como entidades completamente separadas. La lectura es la descodificación de la escritura y, por lo tanto, juntas supuestamente constituyen un par distintivo e inseparable. Dada las expectativas generales del aprendiz, la alfabetización nos lleva a un entendimiento sobre lo que otras personas han hecho o descubierto. Mientras tanto, la expectativa del arte (incluyendo la escritura creativa) es que nos lleva a una habilidad para manejar necesidades urgentes de expresión y explorar cosas aun desconocidas. La consecuencia es que la sociedad espera que la letra escrita informe, mientras que se espera que el arte revele. Donde curiosamente encuentran un punto en común es en cómo, a pesar de las definiciones y expectativas diferentes, ambas llegan a su destino sólo por medio de la competencia.

Este punto en común –hacer que la competencia sea el cimiento—es una maldición para ambos. En el caso de la alfabetización, el estudiante es entrenado para ver la maestría del oficio del lenguaje escrito como la ruta definitiva para la libertad de expresión, cuando el código mismo integra límites a los significados posibles. En el caso del arte, el estudiante es entrenado en el código del oficio, pero sin el lujo de ser capaz de pensar que la maestría del oficio lo llevará al éxito. Para el estudiante de arte, los mensajes están mezclados, incluso con contradictorios. Por un lado, el oficio es considerado por separado del significado. Por el otro, en el mundo del arte, el estudiante aspirante sabe bien que la única manera de lograr cualquier tipo de reconocimiento es rompiendo los protocolos del oficio, para encontrar una voz identificable. El estudiante aprende cómo hacer cosas pero no cómo soñar o especular. Esto no es únicamente un error sino también una señal de flojera pedagógica. Se coloca la vara de manera que se confirme y se mantenga el nivel más bajo, más que identificar la energía del aprendiz, de manera que se emplee para elevar el nivel. Como dice P.D. James, la imaginación bulliciosa está siendo disciplinada.

arte y alfabetización

ARTE Y ALFABETIZACIÓN

Luis Camnitzer

You teach a child to read, and he or her will be able to pass a literacy test.

—George W. Bush, de un discurso ofrecido en Townsend, Tennessee, 21 de febrero, 2001

Es interesante que, por lo menos en los idiomas que conozco, que cuando uno habla de alfabetización, siempre se menciona la lectura y la escritura, en ese orden. En términos ideológicos, este orden de prioridad no sólo refleja la división entre producción y consumo, sino que subliminalmente enfatiza al segundo: la ignorancia es más demostrada por la inhabilidad de leer que por la inhabilidad de escribir. Además, este orden sugiere que la alfabetización es más importante para recibir órdenes que para su emisión.

Claro, esta teoría –de que si uno quiere ser capaz de escribir algo, uno debería saber cómo es escrito—tiene su lógica. Nos obliga primero a leer, luego a copiar lo que uno lee –entender la presentación de alguien más para poder re-presentarlo. En términos de arte, sin embargo, esto es similar a decir que uno tiene que ver primero al modelo para poder copiarlo. Ahora, la construcción lógica se vuelve menos persuasiva. Esto no es necesariamente malo, en la medida que uno realmente quiere copiar el modelo, o la necesidad para copiar el modelo tiene sus fundamentos. En esencia, si no existe una necesidad comprobada, la construcción lógica deja de serlo –se convierte en dogma disfrazado de lógica.

Esta teoría establece primero, que el modelo merece ser copiado, segundo, de que hay mérito al hacer una copia razonablemente fiel, y tercero, que este proceso es útil para preparar al artista a producir arte. Esta idea es un lastre que se carga desde el siglo XIX, y su relevancia hoy en día es muy cuestionable. Un artista, entonces, tiene que preguntarse si los problemas planteados en la actualidad por la alfabetización no necesitarían aproximaciones más novedosas y contemporáneas. ¿Existe acaso un análisis de estos problemas, informado por las actitudes que extrajeron el arte del siglo XIX y lo llevaron al siglo XX? En otras palabras, ¿es la alfabetización una herramienta para ayudar a la presentación o re-presentación? ¿Dónde está localizado el poder? ¿Se le otorga al alfabetizado potencial o se encuentra en el sistema que quiere que sea alfabetizado?

Uno tiende a hablar del arte como un lenguaje. En algunos casos, incluso se describe como un lenguaje universal, una suerte de Esperanto, capaz de trascender cualquier frontera nacional. Como lenguaje universal, y enfatizando universal, el arte sirve a los intereses de la colonización y expansión de un mercado del arte. La noción del arte como lenguaje simple, sin embargo, subraya una noción de ésta como una forma de comunicación. En este caso, el poder no se le otorga al mercado, sino a aquellos que se están comunicando.

Las instituciones educativas esperan que todos sean capaces de aprender a leer y escribir. De ello se entiende que, si todos tienen el potencial de usar la lectura y la escritura para la expresión, todos también deberían tener el potencial de ser artistas. No obstante, en el arte el supuesto es distinto. Todos pueden ser capaces de apreciar el arte, pero solo de unos cuantos se espera que lo produzcan –no todos los lectores son escritores. Tales expectativas inconsistentes pasan por alto el hecho que, así como la alfabetización no debería dirigirse a crear puros premios Nobel en Literatura, la educación artística no debería dirigirse a generar puras retrospectivas de museo. Los premios Nobel y las retrospectivas nos indican más acerca del tipo de competitividad triunfal que de una buena educación. Dicho en términos simples, la buena educación existe para desarrollar la habilidad de expresar y comunicar. Esta es la importancia del concepto de “lenguaje,” siendo la implicación que tanto el arte como la alfabetización pueden vincularse para nutrirse la una a la otra.

Leer, escribir y el resto

En este momento, estamos precisamente a la mitad de la década que las Naciones Unidas ha designado como la Década para la Alfabetización (usada aquí en el sentido de una educación para la alfabetización). La UNESCO estima que existen 39 millones de analfabetas en Latinoamérica y el Caribe, con más o menos un 11% siendo adultos. 16 millones de éstos están en Brasil. Estas estadísticas sólo incluyen a personas que no saben leer o escribir. Si añadimos aquellos que son analfabetas funcionales –personas con las técnicas, pero incapaces de usarlas para comprender o desarrollar ideas—estas cifras crecen astronómicamente. En los países desarrollados, casi el 5% de la población de Alemania, por ejemplo, es funcionalmente analfabeta. Y entre los estudiantes alfabetizados en Estados Unidos, se estima que el 75% de aquellos que terminaron sus estudios medios superiores no tienen las habilidades de lectura requeridas para la universidad.

La enseñanza de la lectura y la escritura ha sido una parte importante de la misión escolar por más de dos siglos. También ha estado en las mentes de innumerables especialistas, quienes ponderan las brechas en la educación formal, tanto en sectores esperados como inesperados del público. Que todo mundo debería saber leer y escribir no se toma en cuenta. Sin embargo, más allá de las obviedades difusas con respecto a su función, poco se discute acerca de cómo son usadas estas habilidades. Y no obstante, el problema de la alfabetización persiste incluso en países que sostienen haberlo erradicado.

El arte ha lidiado con la alfabetización en ocasiones asombrosamente raras, y cuando lo ha hecho, lo hizo mayormente por cuenta propia, manteniéndose dentro de su identidad disciplinaria y confusiones, entre ellas una idea de que apreciar el arte es para todos mientras que hacer arte es para pocos. Esto quiere decir que las principales fortalezas del arte –la especulación, la imaginación y las preguntas de “¿qué pasaría si…?”—no han sido realmente exploradas en esas ocasiones. Supuestamente el arte es arte y el resto es el resto. El arte, sin embargo, resulta ser el resto, también.

Mi imperialismo

Hace cuarenta años, me invitaron a organizar el departamento de arte en una universidad estadounidense. Rechacé sobre la base de que el arte no es realmente “arte,” sino un método para adquirir y expandir el conocimiento. Consecuentemente, el arte debería moldear todas las actividades académicas dentro de una universidad, y no ser confinadas a una disciplina. Reconozco que mi posición reflejó una forma de imperialismo del arte, y esto es algo a lo que sigo apegado. Como en todos los imperialismos, mi posición no se basaba necesariamente en información sólida, y usé la agresión como una herramienta de persuasión. Puede entenderse que fui derrotado, y poco después fui condenado a quedarme aislado en el departamento de arte que orgullosamente había rechazado. No obstante, no me arrepiento: sigo operando con base en opiniones pobremente informadas, sigo siendo agresivo y, seguramente, sigo siendo derrotado.

Mi imperialismo se basa en una visión generalizada del arte, en la que todo (incluyendo el “resto”) puede verse como arte. También creo que las estructuras sociales que nos divide en productores y consumidores –aquellos que se aseguran que nuestras vidas se conformen a las leyes del mercado en vez de buscar un bienestar colectivo—deberían demolerse. Estas fueron las visiones que desarrollamos como estudiantes a finales de los cincuenta, cuando estaba en la escuela de artes en Uruguay. Estas visiones hicieron de lado que esa definición tan amplia del arte, en la que todos podrían ser creadores, se convertiría en una herramienta para mejorar la sociedad. Fuimos derrotados en aquel entonces, y hoy en día, estas creencias son consideraas anacrónicas y fuera de lugar.

Independientemente de su factibilidad, estas perspectivas tuvieron algo de importancia, porque introdujeron una conciencia del papel y la distribución del poder en cuestiones de arte y educación que no deben ignorarse. Clarificaron las afirmaciones que giran alrededor de la propiedad del conocimiento, cómo es distribuida dicha propiedad, y quien se beneficia de ella. Incluso si estos temas son normalmente considerados por fuera del ámbito del arte, es por cuenta propia que el uso del lenguaje y los medios para involucrarse con la alfabetización se vuelven interesantes para el arte.

Indoctrinar la subversión

Tanto la educación artística y la alfabetización tienen en común la misión dual y muchas veces contradictoria de facilitar la afirmación y expresión cultural individual y colectiva por un lado, y de ser las herramientas necesarias para cimentar y expandir formas de consumo por el otro. Consecuentemente, la educación no sólo es un campo ideológicamente fracturado, sino uno en el que cada una de sus ideologías asume su propia aproximación pedagógica para aplicarse a todos los campos de conocimiento, superando toda contradicción irresoluta. Cuando son razonablemente progresivas, tales pedagogías suponen que uno puede asegurar la estabilidad y tranquilidad de la sociedad existente, mientras que al mismo tiempo forman individuos críticamente cuestionadores y creativos. Esta aproximación hace de lado que la educación creará a ciudadanos buenos y pasivos que siguen las reglas del juego, pero que también serán individuos subversivos que intentarán transformar a dicha sociedad. En una aproximación pedagógica conservadora, esta última parte de la misión simplemente se ignorará.

Como tal, el sistema educativo enfatiza la buena ciudadanía en las primeras fases de formación, y pospone cualquier subversión potencial hasta el nivel de postgrado. La especulación y la imaginación se permiten sólo hasta después de que te hayas convertido en un buen ciudadano. Para que una subversión como tal ocurra, primero tendrían que referirse a las primeras etapas del proceso educativo. Esto explica porqué la alfabetización se da al inicio del viaje educativo, mientras que una verdadera producción artística se coloca hasta el final, o efectivamente, se pospone hasta que haya terminado una educación formal.

La tensión que surge de esta contradicción intrínseca de estabilidad/inestabilidad crea dos principales divisiones sobre cómo la educación es aproximada: por un lado, entre el “integralismo” y la “fragmentación”; y por el otro, entre una educación tutorada y una educación masiva. Aunque las dos divisiones no necesariamente se alinean la una con la otra, en la educación tradicional, la fragmentación tiende a ser aparejada com una educación masiva. En este ámbito, la información es reificada, clasificada en disciplinas, y simultáneamente transmitida a grandes grupos de personas, con el objetivo de lograr una estabilidad conformista eficiente. El conocimiento viaja de afuera hacia dentro. Los elementos son distintivos, y su clasificación y orden se suponen ser buenos e incambiables. El poder descansa en manos de alguien que no es el estudiante.

La segunda alineación es distinta. En prácticas educativas más progresivas, el integralismo tiende a estar asociado a un estilo tutorial de instrucción, en donde hay más cabida para una investigación interdisciplinaria, el estímulo al descubrimiento, y un énfasis en los procesos individuales. Mientras que no necesariamente busca una sociedad flexible o a un análisis crítico de nuestras conexiones con ésta, por lo menos sí encontramos ese énfasis en la individuación. Y en la medida que incluye la posibilidad de una crítica permanente, existe un empoderamiento del individuo bajo la forma de una percepción estimulada y autoconciente del mundo.

Es esta noción de empoderamiento la que crea diferencias ideológicas entre las dos alineaciones. En cuanto es introducido el empoderamiento, las políticas que giran alrededor de la distribución del poder se convierte en una parte indisoluble del proceso educativo. Esto puede explicar porqué las figuras pedagígicas más paradigmátias de Latinoamérica buscaron desarrollar no sólo el proceso básico de alfabetización dentro del campo de la educación, sino también una conciencia social y de ser. Tanto el venezolano Simón Rodrígues (1769-1854) y el brasileño Paulo Freire (1921-1997) vieron a la educación como una forma de construir una comunidad social progresiva y justa. En la década de 1820, Rodríguez declaró que la educación tenía que lidiar “primero con las cosas, y segundo con aquellos que son dueños de ellas.” En los sesenta, Freire escribió que “antes de aprender cómo leer palabras, uno debería aprender a leer el mundo.” Ambos educadores subrayaron la importancia de decodificar la situación social antes de descodificar las disciplinas de la lectura y la escritura.

No nos sorprende que esta forma de descodificación social es más fácil de lograr por medio de los intercambios individuales más que los colectivos. La tutoría individual parece ser ideal. Cuando el maestro puede enfocar toda su energía y atención a una sola persona, permite una calibración y respuesta inmediata a las señas más mínimas de incomprensión. Hecho bien, lleva el modelo socrático al nivel de una terapia psicológica extrema, haciendo que la educación se ajuste a la medida de cada individuo. Si el maestro es bueno, esto llega a la perfección. Visto en términos de eficiencia, sin embargo, la tutoría individual es la estrategia menos económica. No es coincidencia que tener un tutor personal es un símbolo de riqueza para las clases altas, de modo que se vuelve paradójico esperar que este mecanismo tan elitista sea también el medio más apropiado para lograr una sociedad justa y sin clases.

Por otro lado, la educación masiva sigue siendo seductora, dada su aparente eficiencia económica así como su atractivo populista. Un maestro puede formar a decenas de miles de individuos con la misma inversión de tiempo y energía que un tutor gasta en una sola persona. En cuanto al empoderamiento del individuo, sin embargo, la educación masiva tiene la tendencia de diseminar la información e indoctrinar más que promover la investigación y la autoconciencia. En otras palabras, luchar por la eficiencia favorece una producción barata a expensas de una evaluación cualitativa. La calidad se evalúa a partir de un marco de referencia económico. Alarmantemente, esta distorsión se acepta como la norma. Claro, hay tutores que informan e indocrtinan a sus estudiantes, así como hay maestros que educan a las masas, que son capaces de despertar la conciencia y empoderarlos. En el primer caso, sin embargo, el tutor traiciona la misión de la enseñanza; en el segundo, los ideales sólo son alcanzados superando los obstáculos intrínsecos.

Codificando el cómo y el porqué

Hace sesenta y cinco años, cuando estaba aprendiendo a escribir, fui obligado a llenar las páginas con la misma letra, repitiéndola una y otra y otra vez. Tuve que copiar letras individuales antes que se me permitiera escribir palabras. Se me dieron palabras antes que pudiera expresar las ideas de otras personas, antes que pudiera expresar mis propias ideas, antes que acaso pudiera explorar lo que podrían ser mis propias ideas. Sólo se me ocurrió hasta que fui adulto que, si sé cómo escribir con un lápiz, también sé dibujar con un lápiz.

Para mi mamá, educada en la Alemania de la Primera Guerra Mundial, la situación era aun peor. Ella tuvo que usar una pluma diseñada especialmente –no para escribir—sino para aprender a escribir. La pluma parecía como si hubiera sido diseñada para la tortura. Piezas ovaladas de latón filoso forzaba la colocación de los dedos en una sola posición. Si los dedos no tuvieran la posición requerida, se dañarían. Uno pudiera especular que estas plumas fueron clave como preparación para el ethos Nazi de obediencia.

La educación artística siempre se ha enfrentado a una confusión entre arte y oficio: al enseñar cómo hacer las cosas, muchas veces se hace de lado la pregunta más importante sobre qué hacer con éstas. La manera convencional de enseñar cómo escribir se concentra en la legibilidad y la ortografía, lo cual sólo se refiere al cómo de la escritura sin considerar el qué. Ejemplificado por la práctica de enseñar a alguien a escribir concentrándose en un rasgo estético congelado, tal y como es la caligrafía, esta aproximación no logra identificar primero la necesidad de un mensaje, que entonces abriría una aproximación a la escritura que tiene que ver con la estructura y la claridad de lo que está siendo escrito.

De forma exagerada, la pluma sintetiza todo lo que he odiado de la educación: la fragmentación del conocimiento en compartimentos sellados al vacío, la confusión entere el cómo y el qué hacer, el desarrollo de la comunicación sin primero establecer la necesidad de ésta. Fue como aprender a cocinar sin tener hambre –sin identificar lo que es el hambre. Después de todo, la educación tiene menos que ver con tener hambre y más que ver con despertar el apetito para crear la necesidad de consumo. De hecho, creo que así es como se enseña a cocinar.

¿Por qué uno no puede primero identificar la necesidad de comunicarse para entonces poder encontrar una manera apropiada de comunicación? Los lenguajes en sí son generados de esta manera, y así es como evolucionan. Las palabras son creadas para designar a las cosas que hasta ese momento habían sido desconocidas o innombrables. Hoy en día, los errores ortográficos determinan la escritura de mañana. Muchos de estos errores son el producto de una decodificación oral que reviste la codificación escrita. Claro, los errores deben ser reconocidos –pero también deberían ser sujetos a una evaluación crítica. Como término despectivo, el “error” refleja un código-centrismo típico de nuestra cultura. El analfabetismo es, después de todo, un problema sólo dentro de una cultura alfabetizada. En general, los códigos son creados por una necesidad de traducir un mensaje en signos, y luego descodificado por una necesidad de descifrar el mensaje. Por medio de esta codificación y descodificación, hay un proceso de retroalimentación en el cual unas codificaciones “inapropiadas” o mal colocadas producen evocaciones que cambian o enriquecen el mensaje.

Encontrar el descubrimiento

Cuando la razón para leer y escribir es principalmente la de recibir y dar órdenes, se entiende que la necesidad por aprender no debería identificarse por la persona que será alfabetizada, sino por la misma estructura de poder que produce dichas necesidades. El conocimiento se vuelve predeterminado y cerrado, cuando la definición y la identificación son llevadas a cabo dentro de este restringido campo funcional, mientras que un campo más amplio estimularía el cuestionamiento y la creación. En esencia, uno no puede educar apropiadamente sin revelar la estructura de poder dentro de la cual sucede la educación. Sin una conciencia de esta estructura y la manera como distribuye el poder, la indoctrinación necesariamente usurpa el lugar de la educación.

Aunque esto es verdad para la educación en general, se vuelve más insidioso cuando se aplica a la enseñanza de la lectura y escritura. En este caso, la indoctronación no es necesariamente visible en el contenido, sino en cambio se filtra fuertemente en el proceso de transmisión: si a uno se le enseña a repetir como perico, realmente no importa lo que se está repitiendo; sólo el acto automático, internalizado, deseado de la repetición seguirá. Si sólo enseñamos a reconocer las cosas por sus formas sin referirnos a conceptos, no importará qué genera a estas formas. Sólo el reconocimiento del empaquetado permanecerá, y lo que es peor, la adquisición del conocimiento se terminaría ahí.

La verdadera educación de un artista consiste en prepararlo para investigar lo desconocido. Con una fuerte educación en artes, esto comienza desde el principio. Pero como la educación institucional en otras áreas se organiza para transmitir sólo la información conocida y para perpetuar hábitos convencionales, tenemos a dos pedagogías en conflicto. Entonces, ¿dónde deberíamos situar a la lucha en contra del analfabetismo? ¿Debería la alfabetización ser tomada como una materia para el entrenamiento o como una herramienta para el descubrimiento?

La pregunta puede ser muy esquemática. En el arte, el descubrimiento puro nos lleva a la simple afición, mientras que un entrenamiento puro nos lleva a un profesionalismo vacío –una buena preparación finalmente busca un equilibrio entre éstos. Esta cuestión no tiene que ver con qué actividad debería ser eliminada, sino más bien cuál debería nutrir a la otra. Aquellos a favor de un entrenamiento muchas veces la defienden con la necesidad de proporcionar un buen andamiaje para el estudiante. No obstante, si uno finalmente espera que el descubrimiento sea el principal propósito de la vida de un estudiante, ya sea para una autorrealización o para el enriquecimiento colectivo, queda claro que el estudiante no sólo debería aprender a construir andamios.

Nos encontramos hoy en día en una era en la que la cantidad de conocimiento disponible excede por mucho nuestra capacidad para codificarlo. El desequilibrio es tal, que debemos especular sobre si el concepto de una alfabetización restringida, basada en la re-presentación de las cosas conocidas puede ser un anacronismo imperdonable. Es posible que hayamos llegado a un punto en el que necesitamos una educación que va más allá de esto: que primero haga al sujeto conciente de la necesidad personal de una alfabetización y que luego identifique los sistemas de codificación que ya están en uso, de modo que puedan ser usados como referencia; uno que comience a activar procesos de traducción como herramienta principal para ingresar nuevos códigos; uno que, desde el principio, fomente la habilidad para reordenar el conocimiento, para hacer conexiones inesperadas que presenten más que re-presenten. En otras palabras, necesitamos una pedagogía que incluya la especulación, el análisis, y la subversión de los convencionalismos, uno que se refiera a la alfabetización de la misma manera que cualquier buena educación en artes se refiera al arte. Esto implica poner la alfabetización en el contexto del arte. Al obligar al arte a enfocarse en estos asuntos, a su vez, el imperiod el arte igualmente será enriquecido.

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Este ensayo comenzó como un paper presentado en el Primer Encuentro Internacional sobre Educación, Arte y Analfabetismo Funcional, que tomó lugar en Río de Janeiro, del 1 al 3 de diciembre de 2008. El encuentro fue auspiciado por Daros Latinoamérica y co-organizado por Eugenio Valdés, Director de Casa Daros en Rio de Janeiro, así como un servidor como Curador Pedagógico de la Iberê Camargo Foundation en Porto Alegre. Después del encuentro, se decidió que buscaríamos distintos objetivos dentro de un proyecto continuo que nombramos Art-phabetization: a) estudiar las dinámicas institucionales en organizaciones existentes como las escuelas de Samba para luchar contra el analfabetismo entre sus miembros; b) borrar las líneas entre las escuelas y sus vecindarios y entre el trabajo escolar y el ocio; c) estudiar el papel de los errores en la generación de metáforas y de nuevo conocimiento; d) crear un laboratorio de alfabetización que explore metodologías para ser comprobadas en escenarios institucionales; e) estudiar la posibilidad de la creación de laboratorios móviles; f) crear un blog y una base de datos interactiva de ejercicios y juegos que conecten al laboratorio con los maestros de alfabetización.